Amanecer en Concepción

Fue una noche cansadora. Con Fabián, su familia, su polola Pamela, los demás padrinos de matrimonio y amigos trabajamos empeñosamente porque todo en la peña a beneficio del atropello de su madre saliera perfecto. Claro que el matrimonio se pospuso, pero al menos mis dos amigos decidieron irse a vivir juntos a un apartamento.

Luego de ordenar todo, compartimos unas copas de wisky y nos fuimos, Fabián, Pamela y yo al apartamento nuevo. Era de noche, pero mientras fumábamos en el balcón de Fabián (Pamela dormía) comenzamos a darnos cuenta que los primeros rayos del sol empezaban a asomar. Hace años que no veía un amanecer. Nos cambiamos a la ventana de la sala de estudio, desde donde se podía ver mejor la salida del sol, y continuamos la conversación. Fabián me contaba lo apocalíptico que fue todo el proceso: la llama del accidente, los trámites, las visitas, los gastos. Yo escuchaba atentamente, tratando de demostrar con mi silencio la absoluta comprensión que sentía por mi amigo. Ambos hemos tenido que pasar por tantas cosas, y en ocasiones olvido que hace muy poco tiempo dejamos de ser unos adolescentes. La vida ha sido dura, para él y para mí.

Los rayos del sol comienzan a encender las nubes altas, cambiando súbitamente la oscuridad de la noche en un fuego serpentino. Fabián y yo somos dos jóvenes (quiero creerlo, aún) tratando de responder preguntas ontológicas en una ciudad en perpetuo movimiento. Contemplo los cerros a lo lejos que se van anaranjando, luchando contra los edificios que simbolizan la lucha constante de nuestras acciones. Miro a Fabián y lo admiro: trato de darle más apoyo, demostrarle que lo quiero ayudar aún más, pero no puedo. En el fondo, sé que él lo sabe.

Los rayos del sol dejan de golpear las nubes, y por unos instantes la luz parece haberse ido, pero un momento después aparece el disco solar, majestuoso e imponente. Recuerdo la maravilla del amanecer: el sol parece vibrar en su salida, saludando a nuestros ojos soñolientos. Todo se tiñe de amarillo anaranjado. La ciudad de Concepción, vista desde estas alturas, parece un hormiguero que nunca se detiene.

Con Fabián terminamos de fumar. Hubiese querido hacer hincapié en lo muy amigos que somos, los tres, pero no me salen palabras. Pongo mi mano sobre su hombro, y cada uno se va a dormir. Yo preparo mi cama improvisada en el living.

Afuera ya es de día.

Nosotros nos vamos a dormir. 

Comentarios

Lo que más se ha leído...

Resiliencia

Abrazar a un Niño

Lago