Agosto

Ahora que el mes de los armos y los gatos ha terminado, ahora que las fechas antes celebradas suceden sin necesidad en el calendario, y ahora que el resfrío se está por fin marchando de mis pulmones, puedo reflexionar sobre la lejanía de los lamentos. Los días se han marchado lentamente, en la pacífica fusión de mis pensamientos en reposo, viajando entre dos ciudades alejadas por montañas.

He de afirmar que me he ido acostumbrando a tener dos mini-semanas fugaces en el lapso en que los demás sólo tienen una. La distorsión del tiempo que ocurre en mi cabeza, que acelera mis pensamientos y me hace envejecer tempranamente, me ha permitido encontrar un ritmo biológico que me acomoda.

Los aromos han florecido. La primavera lentamente se va posando en la existencia física llenando los paisajes de variados colores. El equinoccio se aproxima, y puedo sentirlo en la forma en que mi respiración genera los fenómenos.

Me sorprende la lentitud con la que los silencios ahora se propagan en mi vida. La forma en la que asimilo las cosas en este presente es muy distinta de cómo lo solía hacer antes. He cambiado. No sé si es la vejez, o la soledad, o la calma que me entregan los momentos de meditación, pero la vida se va tejiendo con un temperamento dócil.


A veces siento como si estuviera en otro lugar: décadas en el futuro, sostenido en un espacio donde estoy contemplando mi vida pasada, y saludo a mis hermanos o a mis padres como si hace muchos años que los hubiera perdido. Casi rompo a llorar cada vez que me siento así, pero es un llanto no de tristeza, sino de nostalgia y alegría: como si estuviera presente en el final de los tiempos, recordando cada día que ahora estoy viviendo… 

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