Docencia

        Apremio cada paso desde el colegio hasta la casa con una ansiedad de reo recién liberado de la cárcel. Es curioso. Amo lo que hago. Me gusta dedicar cada centímetro de mi espacio sideral a colaborar con lo que mi ética de empatía me exige. Pero el gobierno y sus requerimientos, a veces, me quitan el sueño hasta el absurdo. 

        “El foco es PSU y SIMCE”, dijo la directora de departamento mientras saboreaba su quinta taza de café por la mañana. “Ustedes están preparando a los alumnos para una prueba y no para la vida”, contesté. Frunció el ceño mirando con desdén hacia la ventana, como preguntándose dónde estaría estacionado mi vehículo inexistente. Claro. Yo no tengo dos hijos, ni le debo tres millones al estado. Yo estudié algo que me gusta. Yo no pienso en cuánto vale la vida antes de vivirla. Apoyo mis manos en el escritorio demostrando la limpieza de unas muñecas desocupadas, mientras ella eleva las suyas al firmamento inexistente y brilla su reloj suizo frente al claroscuro de su lámpara elevadiza.

         “Mezclaré la metodología PSU con los contenidos que los alumnos deben saber” le dije antes de salir de la sala. “Ellos no saben quién es Cortázar, Nietzsche o Huidobro. No saben qué es literatura. Ni siquiera se preguntan cuál es el propósito de sus vidas…”. Ella escucha mi acotación como pensando que no tenía sentido. Seguramente la póliza del seguro de su auto tiene más sentido que la existencia misma y la evolución humana.

                Llego a la casa bajo una lluvia que no perdona. Me idiotizo con los Simpsons. Me río. Abro una lata de cerveza para intentar alargar la tarde. Reflexiones inundan mis pensamientos. Cierro los ojos para perpetuar el infinito; entonces aparecen dentro de mi mente mis decisiones presentes, junto con la gente que extraño. Entonces mi filantropía me ayuda. Me escuda. Me protege. Lo que no te mata te hace más fuerte.


                Y me pongo a leer poesía pensando qué poemas presentarle a los alumnos el día siguiente. 

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