Lluvia: Lo que no le falta al sur
Giros
inciertos del destino. Esperanzas no cumplidas y anhelos nuevos que se vuelven
realidad. Lo que puede pasar en el futuro próximo cambia de la noche a la
mañana.
He
preparado mis maletas con la certeza de quien espera lluvia. Así es. Como cuando
te confías en que la noche anterior el informe dijo lluvia, torrentes y
tormentas. Preparas tu casaca, tu paraguas y: nada. Tomo mis cosas con un
corazón desmoronado; impresionado de que encontró en Los Ángeles lo que no
buscaba, fue sumamente feliz y cuando comenzaba a comprobar esa felicidad, se
tiene que ir. ¿Pero qué es sino la vida un olvido, un continuo ir y venir por
rostros y por besos, diciendo “Adiós, te veré pronto, espero”?
Así
que afiné mis pasajes a lo que la billetera me preparaba, y me dirijo a casa de
mis padres para terminar de preparar lo mío. El sur me espera. En mi Linares
todo sigue igual. Mi familia igual de alegre, el cariño siempre constante. Celebramos
en la mesa la unión de una integridad que nunca termina, una alegría que con el
tiempo parece nunca desaparecer. Frente a la noche eclipsada por el humo de una
pipa llena de tabaco con sorpresas, abrazo a mi padre con el nerviosismo de un
niño de cinco años. Soy un hombre igual que él, que viaja miles de kilómetros a
hacer lo suyo. Así es la vida. Él lo
sabe. Así que es el menos melodramático en la despedida, pero a la vez es quien
demuestra con ese gesto más comprensión.
Doce
horas en un bus nocturno no opacaron mi ansiedad. No pude dormir bien. Llevaba ya
un día sin sueño, en mi despedida de Los Ángeles, que preocupó tanto mi
nostalgia perdida sobre una tarde perfecta que no me dejó dormir. Ahora
tampoco. Llego a Puerto Montt con el hambre de un recién nacido. Cruzo la calle
y me detengo curioso observando a un perro que se detiene en un semáforo en
rojo, mientras la gente avanza a su lado sin hacer caso del mandato de
luz. Pongo en duda la inteligencia de la raza humana. Me dirijo al Aeropuerto.
Extranjeros asoman en su altura por sobre mi baja estatura, como mirando si en
verdad mi semblante le hará justicia a mi inteligencia. Yo no me preocupo:
disfruto un café expreso escuchando las melodías fantásticas de Satriani. Escucho que se aproxima mi
vuelo. Entrego mi equipaje. Se sorprenden que llevo dos maletas por una sola
persona, y sumamente pesadas. “Y eso que no llevo el Playstation” les digo, pero no se ríen de mi mal chiste. Veo llegar
el avión por la ventana, luego de que me obligaran a botar mi cuchilla, y me
sorprendo de que sea tan abismalmente grande. ¡Cómo una cosa tan grande puede
volar! Saco mi celular y lo fotografío estacionándose, y una señora se ríe de
mi como notando mi condición de novato en vuelos. Subo al avión y compruebo el
mito: todas las azafatas son sexys y hermosas.
El
vuelo es rápido. No me despego de la ventana como un perrito que asoma la
cabeza por la ventana de un auto. Obviamente no podía hacer eso aquí, aunque
quisiera. El sur de Chile me espera con un clima radiante. No lo puedo creer.
El sur de Chile no puede ser real. No puede ser tan hermoso, tan perfecto. Pero
algo le hace falta. No lo sé todavía.
Cada
paisaje me toca en lo profundo de mi alma. Espero que tanta maravilla de la
naturaleza me abra algún chackra o algo así. Sólo pienso que algo le hace falta
al sur. Pasan dos días mirando la ventana. Amanece y atardece con una hermosura
subliminal. Ahora que es domingo y el atardecer sonríe con nubes atravesando
los cerros, comienza una lluvia intensa y aleatoria. ¿Era esto lo que le
faltaba al sur? La lluvia golpea mis reflexiones sobre la lejanía de mi
contemplación. La lluvia me recuerda lo lejos que estoy de todo lo que una vez
amé. La lluvia me despierta la nostalgia que creía perdida, los recuerdos que
una vez enterré. ¡Llueve! ¡Llueve! Abro la ventana para que me moje un poco. Fotografío
la lluvia.
Pero
me doy cuenta. No es la lluvia lo que hace falta aquí en el sur. Es lo que me
recuerda. Lo que dejé de lado para venirme acá. Quizás eso es lo que le
falta al sur. Veremos qué trae los próximos meses.
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