Las Pechoñas


La mañana se presentó con una cariñosa neblina, que parecía ser abrazada por un sol que tenía miedo a salir. Un sol  tímido, miedoso, que alumbraba nuestros melancólicos pensamientos. Yo caminé como siempre a mis destinos, con la mirada vieja de alguien que sólo se ríe de la vida.

Los niños en la clase llenan mi espíritu de alegría. Me entusiasma mucho ver tantos rostros llenos de entusiasmo, de chispa, de ganas de vivir. Me doy cuenta de una maravillosa verdad: si les enseño con cariño y amor, sus ojos brillan cálidamente y escuchan en silencio. Me quedo pensativo con esta idea, tratando de entenderla. ¿Cuándo las personas dejamos que la vida se nos volviera tan fría? ¿Cuándo apagamos nuestros corazones, por miedo a ser heridos?

Luego me encuentro en una reunión con otros colegas, en la cual reímos alegremente. Ahí me doy cuenta que todas las conversaciones que uno tiene en el día tienen relación. Ellos debaten sobre el ser falso o ser auténtico, siguiendo lo que uno siente. Nos vamos con un colega a una sala aparte, a trabajar en las adecuaciones curriculares. Pero la conversación fluye libremente. Terminamos hablando del proyecto de reciclaje de Frapunzel. Le cuento con entusiasmo los hermosos anhelos de ella. Juntos, conversamos sobre las personas jóvenes que no tienen miedo a sentir, y las ganas con las que luchan por hacer el día a día mejor.

A pesar de que no fumo, voy donde la tía Yoli a conversar con ella mientras compartimos un cigarrillo. El aire está frío, el estómago vacío, y la alegre conversación llena mi alma de cariño. Ella me dice de sus hermanas “Pechoñas”, que seguían las buenas costumbres sin obedecer a sus corazones. Me habla de que en la vida hay que seguir lo que uno quiere. Que hay que amar. Yo la miro entusiasmado tratando que no vea mis lágrimas, que suelen salir cuando las cosas a las que me enfrento en el día parecen coincidir mágicamente. Miro hacia el brasero que nos calienta, y observo cómo mágicamente las frías mañanas se van llenando de las antiguas historias que la señora de alegres ojos negros me cuenta. Río como siempre cuando no sé qué decir. Me despido de un abrazo y sigo mi camino.

Más tarde, luego de la reunión del centro de alumnos, llega la muchacha a que le enseñe guitarra. Ella se asombra que le enseñe gratis. Yo me sincero y le digo que no me cuesta nada. Practicamos harto, nos reímos, y al final terminamos conversando que por qué no queda gente que haga las cosas sin esperar nada a cambio. Nos reímos. Yo le digo que la gente es “pechoña”. Ella no entiende. Practicamos unos minutos más y nos despedimos luego que me diga que todos los psicólogos son lateros. “Sí, soy latero”, le respondo y nos reímos.

Al terminar el día, cuando todos se han ido y el colegio queda en silencio, me pongo a pensar en la niebla que no se ha ido y que comienza a calar mis huesos. Pienso en la inmensa frialdad en la que algunas personas viven, quizás esperando que aparezca alguna persona y llene de calidez las frías ventiscas de invierno. Pienso en la gente “pechoña”. Y pienso en nuestras intranquilas almas, que se van llenando del amor que aún poseen las personas más sorprendentes.  

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