Los Milagros de Octavo

Es realmente sorprendente cómo uno puede maravillarse con esos niños llenos de entusiasmo e ideas. Cada semana, me esmero lo más que puedo por encantarlos, sorprenderlos, cautivarlos con el mundo en el que viven. 

Aún es tiempo, confío dentro de mí, de volver a despertar esas mentes curiosas que fueron apagadas por este sistema escolar. Aún es tiempo de sonreírles, de reírse con ellos de los problemas para ayudar a superarlos, aún es tiempo de alarmar esas consciencias dormidas. 

En este intento, se me va gastando el alma, envejeciendo el rostro, magullando el espíritu. Pero aún me queda vida, sostenida y prendida como una vela que antes de apagarse brilla más y más. 

Les muestro la poesía a estos jóvenes. Trato de sacar de sus memorias esas estupideces métricas, estructuras, lineamientos antiguos: la poesía se vive, no tiene reglas, no tiene límites. Ellos se asombran. Les digo que no tiene nada de malo sentir, que pueden permitirse desahogarse en el papel y expresar todo lo que sienten, sin censura ni restricciones. 

Y encuentro los poemas más sinceros y hermosos que haya leído en mi vida. Uno me habla de la soledad que hay en su habitación cuando sus padres lo dejan solo todo el día. Otro joven me cuenta la sencillez espiritual del primer enamoramiento. Una mujercita, muy callada, se presenta con más de quince creaciones poéticas que le permiten entregar en palabras todo el sentimiento que ahora la choca contra el mundo. Me doy cuenta que todos ellos necesitaban ser escuchados: me doy cuenta que todos tienen alma de poetas. 

Y entonces los hago hablar. Hago que pierdan el miedo a ser ellos mismos y que, frente a todos, cuenten sus historias. Les digo que es lo más sencillo del mundo, les digo que eso es precisamente lo que hace falta en la sociedad: que desarrollemos la hermosa capacidad de hacer que un grupo de personas se cautiven con nuestra historia. Que nos miremos a los ojos, que nos conozcamos, que nos comuniquemos de alma en alma. 

Entonces la sala se me llena de historias tan maravillosas que todos nos asombramos del resultado. Algunos tienen miedo, es cierto, pero nos apoyamos. Aparecen historias de abuelos cariñosos, maldades de niños, momentos compartidos entre amigos. Aparece el desahogo de unos padres separados, el misticismo de una casa en la que "penaban", las falsas ilusiones de un amor que no funcionó, las risas de un momento familiar, la alegría del primer beso. 

Hoy, finalmente, me quiebro en un milagro. Una alumna pasa con cartulinas llenas de fotos que pega en el pizarrón, en una exposición de media hora en la que cuenta cómo venció los múltiples cánceres que le afectaron desde que era niña. Es una de las más alegres del curso, y con la sonrisa más sincera del mundo, nos cuenta cómo, quimioterapia tras quimioterapia, logró estar viva y vencer a la enfermedad. 

Yo no puedo aguantar el llanto. Todos aplaudimos. Yo la abrazo. 

Los milagros de Octavo son reales. 

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