Sobre el Tiempo

Fue un fin de semana complicado, un conjunto de esos días que suceden rápidamente, sin que uno se vaya dando cuenta qué es lo que está pasando, el porqué de las cosas que están ocurriendo.

            Llegar a las tierras que me vieron nacer es llenar mis ojos de nostalgia. Y cada vez que vuelvo, luego que el tiempo ha avanzado un poquito más, me siento más ajeno, más extraño, como un extranjero que visita tierras lejanas. Sé que he recorrido todas esas calles, contemplado miles de veces esos mismos árboles, pero ahora que regreso una y otra vez luego de pasar más tiempo lejos de ahí, todo tiene un dejo de extrañeza, una pizca de algo diferente que no sé lo que es, pero que presiento. Es ahí cuando siento que nunca me gustaría haberme ido; nunca haber salido de esas tierras, de mi familia, para emprender otros caminos y tener otros horizontes. Quisiera saber cómo habrían salido las cosas si hubiese estado allí en esos momentos difíciles que pasaron mis seres queridos, que, a pesar de enterarme con rapidez siempre, y estar al tanto de todo, no puedo dejar de sentir que no estuve ahí presente. Entonces observo a mi padre, que me recibe en el terminal de buses, y me lleva calmadamente por las calles. Me cuenta sus problemas, le escucho y pienso qué habría pasado si yo hubiera sido parte del proceso. Me encantaría poder decirle en ese preciso momento que me arrepiento, que desearía nunca haberme ido, que quería estar con él, pero, sin saberlo, se nota tan contento de verme, al mismo tiempo que está contento que haya crecido y esté viviendo mi vida como él también lo hizo una vez. Y justo cuando este optimismo irradia mi pensamiento, lo miro lentamente a mi costado mientras vamos en el auto… y veo cómo el tiempo ha pasado a través de él. Siempre me pareció igual, creí que no había cambiado en nada, pero ahora me doy cuenta de lo diferente que está.

            Intento concentrarme en lo bien que se siente llegar a mi hogar, pero justo en ese momento recuerdo que hubo un cambio, que ya no vivimos en la misma casa en la cual viví mi infancia. Vamos a la casa nueva. Desviamos nuestro rumbo de siempre, y nos dirigimos por una pequeña carretera, de noche. Contemplo en ese entonces las estrellas que se posan sobre el camino recto, sin curvas, ningún auto está con nosotros en ese camino acompañándonos, y lo único que reconozco es el cielo. En mis deseos de infancia de querer ser astrónomo, contemplé el cielo infinidad de veces, intentando memorizarme cada constelación, cada acumulación de estrellas. No me sabía el nombre verdadero de cada una de ellas, excepto por la constelación de Orión, mi preferida, la cual mi madre prefería denominar “las tres marías”. Entonces inventaba nombres que me recordaran las figuras que representaba dentro de mi mente. Ahora, en ese camino hostil iluminado por las apacibles luces de nuestro auto, las estrellas eran lo único que me resultaba familiar.

            No puedo explicar por qué ese fin de semana estuve tan melancólico, tan contemplativo. Debo confesar que fue un fin de semana feliz. Trabajé con mi padre en desarmar el galpón de nuestra casa vieja (lo último que quedaba), estuvimos todo ese día juntos. Sería lo extraño de desarmar lo que hace tanto años él había construido, con unas fuertes vigas de metal ancladas en cemento que, pensó él, nunca iba a desarmar. Yo, mientras tanto, recogiendo juguetes de infancia que habían quedado olvidados en el patio, llorados quizás algún día remoto por la pérdida, ahora encontrábanse desplegados en medio del polvo, aún con los colores impregnados en su plástico, dibujando esas sonrisas estoicas que, al parecer, eran lo único que no perecía con el tiempo. Juguetes acompañados por arañas, tristes por perder sus casas, que lo único que intuían a hacer era subir por nuestros cuerpos cansados en un último impulso de supervivencia, antes de ser asesinadas. Mi padre y yo parecíamos los amos del tiempo, creyendo que  éramos los únicos que podían poseerlo, sin darnos cuenta que éramos los que perecían en él. En la noche llevé en el auto a mi madre a un encuentro con sus amigas del liceo. También todo me pareció inextricablemente perecible. Nunca había visto a mi madre tan alegre, tan jovial, ni tampoco tan bellamente vestida. Pareciera que tras veinticinco años de matrimonio se le hubiese olvidado sentirse hermosa, vestirse con más preocupación y cuidado. Esta noche, sin embargo, se preocupó de no parecer tan vieja delante de sus amigas, como también lo querían ellas, creo yo. En el transcurso nocturno por la carretera oscura, mientras yo venía manejando melancólicamente el vehículo, me confiesa mi madre su mayor miedo: temía no reconocer a alguna de ellas. No recordar alguno de sus nombres, no recordar sus rostros al verlos luego del paso del tiempo. Entonces me pide mi opinión, mientras mira por la ventana. Yo, irresponsablemente, desvío mi atención del frente para mirar el reflejo de su rostro a través de su ventana. ¿Cómo explicarte, madre, que tengo la mitad de tu edad, y no sé nada sobre el tiempo? ¿Cómo decirte con delicadeza y amor, que era bastante probable que confundiera a alguna de ellas, porque no las había visto hace tantos años? No podía mentirle a mi madre. Pero no sé nada de la vida, ni mucho menos sobre el olvido. ¿Cómo decirle suavemente a mi madre, que se acostumbrar al olvido, porque yo también debía hacerlo algún día, cuando ella muriese y luego de muchos años, no pudiera tampoco recordar su rostro? Pero entonces el auto se desvió un poco del camino, sin que ella lo notara, y me sacó de mis reflexiones para seguir conduciendo mirando hacia el frente. “No te preocupes, mamá”. “Cuando las veas reír, y converses con ellas, te parecerá que el tiempo no ha pasado” “Tan sólo di: hola, hola, y no te arriesgues si no recuerdas un nombre”. Reímos los dos en ese momento. Dejé a mi madre y fui manejando a ver a mis amigos. Y otra vez la melancolía me invadió. Repetimos la costumbre de siempre. Encendimos el videojuego, nos reímos como locos. Pero luego de algunas horas, lo apagamos para conversar de nosotros. Hace algunos años jamás hubiera pensado que apagáramos el juego. Pero claro que conversábamos siempre de la vida. Cuando no había juego. Ahora, supongo, los tres necesitábamos aconsejarnos, escuchar al otro, compartir lo que sentíamos.  Cuando ya eran como las una de la mañana, fui a dejar a uno de ellos a su casa, para luego buscar a mi madre. La niebla de esa noche era tan espesa, que tenía que manejar lentamente pues no veía más allá que unos metros hacia adelante. El frío nos congelaba, y la calefacción del auto parecía darse por vencida. Dejé a mi amigo en su casa luego de despedirme cariñosamente de él, como siempre, y luego fui por mi mamá.
            Estaba contenta. Sumamente contenta. Desde afuera de la casa de su amiga podía escuchar su risa. Caminábamos hacia el auto estacionado mientras ella me decía que nunca debió haber dudado en venir. Recordó a sus amigas inmediatamente: “era como si el tiempo no hubiera pasado en nosotras”, me dijo. Y mi madre, al contar su historia después del liceo a sus amigas, pudo observar de manera general todas las decisiones que había tomado en su vida, y me dijo que contempló lo bello que era. En ese entonces, me di cuenta que mi madre, con el doble de edad que yo, recién había comprendido en parte la dimensión del tiempo, había entendido la vida y cómo aceptar el paso del tiempo en nosotros, y yo estaba a muchos años de entenderlo.


            Al día siguiente, sólo mi padre y mi hermano menor fueron a dejarme al terminal de buses para mi partida, porque mi madre, al igual que todos, estaba muy ocupada con todo lo que nos quedaba por terminar del cambio de casa. Entonces recordé algo. Siempre en mi familia hemos tenido la costumbre de despedir al que se va desde abajo, mientras el que se aleja mira por la ventana desde el bus, despidiéndonos con besos y sonrisas. Ésta vez, aparte de mi hermano mayor que se fue hace años de la casa y ocasionalmente venía, mi madre tampoco estaría, y la falta de integrantes se notaría mucho más. Abracé a mi padre y mi hermano menor, y luego subí lentamente por la mini escalera del bus. No quería irme. Realmente no lo quería. Al demonio la práctica profesional, la tesis, la universidad, la ciudad que había escogido. No quería alejarme de ellos, no quería perderme sus vivencias, sus momentos, sus risas, sus problemas, quería estar ahí, para comprobar lentamente cada cambio que pasase. Maldita sea, quería contar cada caída que mi hermano menor tuviera, cada gol que hiciese jugando con sus amigos, quería contar cada nueva cana que le saliera a mi padre en su cabello, quería estar ahí para contar cuántos besos le quedaban por darle a mi madre antes que la vida los separase. Pero lo confieso: no dejé de subir al bus. Miré por la ventana, y luego que el bus partiera y diera una pequeña vuelta, miré a mi padre y mi  hermano parados el uno al lado del otro, buscando a través de las ventanas del bus mi rostro. Menos mal que a través del vidrio empañado no pudieron ver claramente mis lágrimas. O al menos, me siento más tranquilo al pensar que no lo hicieron. Sonreímos, nos despedimos, y luego dieron la media vuelta. Lo que no se dieron cuenta es que alguien se atravesó en la salida del bus y pude quedarme un rato más viendo cómo se alejaban hacia el auto. Mi padre y mi hermano, de la mano, caminando hacia el auto que por años era nuestro, y que por cierto también sufría los estragos del tiempo. ¿Era este, acaso, el sentido del tiempo? ¿Ver pasar las cosas con el peso del recuerdo, anhelando estar en todas partes al mismo tiempo, sin tomar ningún camino por miedo a olvidar en el que estás? No, desde luego no era eso lo que este fin de semana me quería enseñar. No era eso de lo que mi madre se dio cuenta la noche anterior. Entonces sopesé mis decisiones, mis logros, mis metas y mis fracasos. Pensé que quedarme en mi ciudad para siempre era estúpido, porque sería querer congelar el tiempo, sería desear lo imposible, anhelar lo que no se puede tener. Si me quedase, no podría vivir mi vida. Era tan tonto como querer ser inmortal, tan tonto como escuchar una misma canción toda la vida, tan tonto como no viajar por miedo a perderse, como no terminar una relación por pena a extrañar, querer eternizar lo que no es eterno. Mi hermano menor tomaba la mano de mi padre, como yo mismo lo hice hace algunos años, y que ahora me daba vergüenza hacer, a pesar que a veces lo deseaba.  También él pasaría por lo que yo estoy pasando ahora. Y él lo sabía. Lo soñaba. Entonces decidí no posponer decisiones por eternizar el tiempo. Me di cuenta que el tiempo es una ilusión. Nos hace pensar en un antes y un después, sin permitirnos vivir el presente. Tanto pensar en el tiempo me impedía vivirlo. Tanto pensar en mi padre y sus cambios, me impedían disfrutar de su despedida hacia mí. Ese fin de semana me enseñó que el tiempo debe vivirse, no recordarse. El cambio de casa fue para mejor. Y guardé todos los juguetes que encontré. Y quiero hacer más recuerdos, vivir más. Entonces me di cuenta que mi padre ya había pasado por esto. Sabía lo que yo reflexionaba. Y no era necesario que él  viera mis lágrimas, para que supiera que  estaban ahí. 

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