Los Anaqueles de la Memoria (Fragmento)
Cambiando el
paso de las nubes, el despreocupado caminante recorría las llanuras de las
estepas. Y con qué asombro de deslumbramiento se torcía el camino, y
serpenteaban las esquinas de las mesetas esquivas, mientras el anhelante
soñador, descalzo, tiritaba bajo el frío de la mañana. Un recuerdo perturbador
le aquejaba la alegría matutina. Los familiares que antaño abrazaban su
espalda, al son con que las nubes se difuminaban, se perdían entre confusos
devenires de memoria, se repetían en continuos dispersares, y el peso de los
años le aquejaban los anteriormente nítidos recuerdos. Momentos irrepetibles,
lugares descubiertos al paso de las etapas vividas, remembranzas de gozos
perpetuados en almas que compartían sus vidas, cariños y amores que con rapidez
se iban. Claro que existían instantes imborrables. Hechos inconfundibles que atesoraba como un
niño a un peluche, o lazos inquebrantables con personas que, por más que las
nubes pasasen y pasasen, siempre quedarían perpetuadas en él, como las arrugas
en su rostro, cada vez más profundas. Y cuando caminaba el pensador matutino,
frente a bosques frondosos que se cruzaban en su fortuito caminar, levantaba
ocasionalmente la frente al cielo, como esperando a que lloviese. Pero no era
lluvia lo que sus sienes deseaban. Contemplar el cielo nublado, sopesado de
espesas cúpulas, era como observar al tiempo, irrefrenable e irrepetible, y los
recuerdos entonces tendían a volverse claros, como si la humedad a la que su
frente estaba acostumbrada a ver caer desde la altura metaforizara los golpes
que el destino le había dado a su capacidad de recordar. Un bosque frondoso era
como un laberinto de la memoria. Cada árbol diferente al otro, pero confundidos
en un espeso todo uniforme, era como comparar un día con el otro, a lo largo de
todos los largos y exactamente repetidos ciclos de los tiempos. Cada cielo
aparecido y armonizado con su sol y su luna, y cada árbol que se perdía entre
los demás, cada uno con sus respectivos nidos y sus alturas azarosas, en un
ademán de búsqueda de luz solar. Pero la memoria era el ojo en común por el
cual, sea cual fuere el bosque y el día, sea cual fuere el sol, la luna o el
nido encontrado, tenían que compartir su linealidad con una vida entera: la
capacidad de recordar que se cruzaron en el camino del que vivió con ellos, y
para ellos.
Creado por David Rodríguez.
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